Gobierno del caos y la desconfianza

El nuevo Gobierno ha iniciado su mandato de manera caótica poniendo en vilo al país e introduciendo muy tempranamente dudas sobre su perdurabilidad. Las idas y venidas con el nombramiento de Pedro Francke como titular del MEF – con la consiguiente disparada del tipo de cambio y el riesgo país y el colapso en los índices bursátiles permiten prever que los forcejeos internos, el liderazgo bicéfalo y el manejo improvisado caracterizarán a la nueva administración. Lo más previsible es que la pugna entre los poderes del Estado continúe y se ejerza un férreo control político con miras a limitar los potenciales excesos que provengan del Ejecutivo. Por primera vez en nuestra historia los roles entre el Ejecutivo y el Parlamento se estarían invirtiendo, escenario inédito con pronóstico reservado. Esta situación, sin duda, ya pasa factura sobre nuestras perspectivas económicas, tal como lo evidencian la salida de capitales y la paralización de la inversión privada.

El flamante gabinete tendrá la tarea de traducir el discurso del presidente Castillo en las políticas que aplicará el Gobierno previa investidura que buscará del Poder Legislativo en los próximos 30 días. El mensaje de Fiestas Patrias, sin duda, presenta un plan de izquierda que quiebra con las políticas adoptadas las últimas tres décadas y no debe sorprender el foco en la atención a la situación sanitaria ante una inminente tercera ola de la pandemia. Al menos en la retórica, se han mantenido los compromisos de segunda vuelta de respetar la propiedad privada y mantener un manejo responsable de la economía. Sin embargo, el discurso presidencial juega en el terreno de las ambigüedades y las inconsistencias y presenta planes que carecen de viabilidad financiera. Además, el nuevo gabinete no solo adolece de cuadros idóneos y experimentados en la administración pública, sino que muchos de sus miembros generan gran desconfianza por sus posiciones radicales y extremistas.

El caballito de batalla del discurso presidencial continúa siendo la convocatoria de una Asamblea Constituyente para reemplazar la carta magna que nos rige desde 1993. Aun cuando el presidente se ha comprometido a usar los canales legales vigentes que habiliten dicha convocatoria, no queda claro qué haría el Gobierno si el Congreso rechaza esta iniciativa. La declarada intención del Gobierno es modificar el capítulo económico para darle un rol protagónico al Estado en la economía y modificar las condiciones de los contratos suscritos por el Estado con empresas transnacionales. No obstante, estos cambios, que podrían someterse a una discusión focalizada y no un cambio total de la Constitución como se pretende, no se condicen con un manejo responsable de la economía que demanda predictibilidad de las reglas del juego. Incluso despierta suspicacias de cuál sería la motivación real detrás de una nueva Constitución.

Como nuestra propia historia claramente nos ha enseñado, la eliminación del rol subsidiario del Estado introduciría importantes contingencias fiscales en un momento en el que las finanzas públicas se encuentran debilitadas. La actividad empresarial estatal no garantiza un manejo eficiente o transparente y le añade una mayor carga a un Gobierno disfuncional que no ha sido capaz de cumplir con la prestación de servicios básicos de calidad a la población. El rol “regulador” que se le pretende otorgar al Estado a través de la actividad empresarial tampoco garantiza un acceso competitivo y accesible a los consumidores y, por el contrario, debilita a los organismos reguladores existentes.

Por su parte, la intención de imponer una “rentabilidad social” para darle el visto bueno a los proyectos de inversión minera, debilita los instrumentos de gestión vigentes, alienta la captura de rentas para ciertos grupos de interés y ahuyenta a la inversión privada. Más adverso aún sería el intento de modificar el artículo 62 de la Constitución que establece que los términos contractuales entre las partes no pueden ser modificados por leyes. La intención de modificar los contratos de concesión suscritos con el sector privado provocaría millonarias demandas en contra del Estado y vulneraría la seguridad jurídica. Estos planes colisionan con el manejo responsable al que supuestamente se habría comprometido el profesor Castillo.

A lo anterior, se suma la falta de viabilidad financiera del largo listado de transferencias, programas de crédito subsidiado y obras públicas (trenes incluidos) que aumentarían el gasto público de manera irresponsable sin identificar fuentes de financiamiento. Es evidente la importancia que tiene el cierre de las brechas en infraestructura productiva y social, pero para ello se necesita respetar las reglas del juego para atraer a la inversión privada y mantener un manejo fiscal ordenado y responsable. Aun centrando la apuesta gubernamental en la inversión pública, esta no garantiza resultados si no se encaran las falencias de la gestión pública para asegurar su eficiencia, efectividad y transparencia, temas omitidos por el nuevo gobernante. No todo se resolverá con mayores asignaciones presupuestales y retórica.

En conclusión, el discurso presidencial en el plano económico contiene un largo listado de promesas populistas y muchas inconsistencias entre la supuesta moderación, por un lado, y el intento por patear el tablero, por el otro. Persistir con promesas inviables es correr el riesgo de generar expectativas insatisfechas que podrían conducir a una mayor polarización y convulsión social. Evitar dicha situación demandará sincerar los objetivos propuestos, asegurar su viabilidad financiera y técnica, y contar con equipos con experiencia y capacidad para ejecutar esos planes. Hasta el momento el Gobierno ha mostrado exactamente lo contrario y, lamentablemente, nada indica que esto vaya a cambiar.

Realizado por: Luis Miguel Castilla, director de Videnza Consultores

Columna de opinión publicada el 03 de agosto del 2021 en el diario Gestión.

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