Segunda Reforma Agraria: ¿es realmente lo que necesita el país?
El pasado sábado 16 de octubre se oficializó la implementación de la tan voceada “Segunda Reforma Agraria” como parte de la Política General de Gobierno para los próximos cinco años. El documento aprobado por el Ejecutivo dispone la “reactivación económica y de actividades productivas con desarrollo agrario y rural” como uno de los diez ejes priorizados para el presente periodo gubernamental y, para ello, busca sentar las bases de la citada reforma agraria.
Sin embargo, más allá de las buenas intenciones que pueda tener la propuesta, cabe preguntarnos, ¿es realmente la vía para impulsar la productividad del sector y garantizar la mejora en la calidad de vida de los agricultores?
Tal como ha sido planteada, la política apunta al fortalecimiento de la agricultura familiar mediante la implementación de una serie de medidas orientadas a promover la asociatividad, la industrialización de los productos agropecuarios, mejoras en las condiciones de acceso a agua y la apertura de nuevos mercados para la producción. No obstante, en su gran mayoría no implica alternativas novedosas de solución y, si bien la estrategia contiene algunas medidas con potencial impacto positivo, también incluye intervenciones que han probado su rotundo fracaso en el pasado. No queda claro, entonces, cómo se plantea articular estas medidas para que realmente permitan generar cadenas de valor y una mayor productividad en el sector.
Entre las medidas potencialmente beneficiosas se encuentran, por ejemplo, aquellas vinculadas a la implementación de pequeños proyectos de siembra y cosecha de agua en la sierra, que han demostrado su efectividad en programas como Mi Riego. También se han planteado acciones vinculadas a la asociatividad, las que permiten contrarrestar las limitaciones relativas a la pequeña escala que caracteriza a la agricultura familiar y, así, facilitar el acceso a capital y a mercados.
Sin embargo, la estrategia contempla una serie de medias cuyo impacto positivo es improbable. Por ejemplo, expandir la banca de fomento agrario, que en el pasado no contribuyó a elevar la productividad del sector y más bien se caracterizó por altos niveles de morosidad y por ser un mecanismo de clientelismo.
El presidente Castillo anunció, también, la profundización de la franja de precios, que es una forma de protección arancelaria. Evidencia académica muestra que medidas de este tipo no redundan en mejores precios para los agricultores de menores niveles de ingresos, sino, por el contrario, tienden a beneficiar a agricultores de ingresos medios y altos. Lo mismo sucede con la anunciada expansión de programas de compras estatales, que en el pasado probaron tener severos problemas de focalización y perjudicar el nivel de calidad de productos recibidos por los consumidores.
Finalmente, llama la atención la total ausencia de otros elementos fundamentales para elevar la productividad agrícola, tales como acciones vinculadas a la sanidad agropecuaria, al fortalecimiento del sistema de información agraria, a la formalización de la propiedad de la tierra y a una mayor inversión en tecnología e innovación agropecuaria.
Más aún, preocupa que la reforma no visualice a otro tipo de actores fuera de la agricultura familiar o que, dentro del grupo de trabajo para la elaboración de la política, no se haya convocado al sector privado agroexportador, uno de los grandes motores del crecimiento del agro en las últimas dos décadas. Según el Banco Central de Reserva del Perú, mientras que en el año 2000 las agroexportaciones sumaban US$ 653 millones y representaban el 9.4% del total de las exportaciones del país, hacia finales de 2020 esta cifra era 11 veces mayor: alcanzó los US$ 7,527 millones, que representaban el 17.6% del total de exportaciones.
El sector agrario en el Perú engloba tres mundos muy distintos. Una costa altamente productiva y tecnificada, donde participan los grandes productores (principalmente empresas agroexportadoras) con grandes extensiones de tierra de más de 50 ha. Una sierra dominada por la pequeña agricultura familiar, orientada principalmente al autoconsumo y caracterizada por su bajo nivel de tecnificación y poca extensión de tierras (menos de 5 ha). Y una selva heterogénea donde coexisten las agriculturas moderna y tradicional, esta última compuesta por empresas o unidades familiares con terrenos de entre 5 y 50 ha. y con acceso moderado a los mercados locales e internacionales.
Dejar de lado a estos otros grupos no solo representa un riesgo para el crecimiento futuro del sector, sino que limita la posibilidad de generar sinergias entre productores de distintas escalas que permitan potenciar cadenas productivas competitivas en el mercado. Una política agraria que genere eficiencia y competitividad debe contemplar una visión en conjunto del sector. Ello implica entender las necesidades y potencialidades de cada uno de los distintos tipos de productores.
Para elevar la productividad agrícola y promover mayores ingresos para los pequeños agricultores, el Gobierno no debería aspirar a inventar la pólvora. Solo hace falta revisar la experiencia pasada y recurrir a la evidencia académica existente. Solo de esta manera podremos replicar acciones exitosas y evitar experiencias fracasadas.
Realizado por: Joaquín Rey y María Laura Rosales, investigador principal y analista senior de Videnza Consultores, respectivamente
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